NADAR
(Un relato de Josefina Giglio)
“No te preocupes, el cuerpo tiene memoria” me dice el mozalbete que oficia de profesor de natación. Tiene memoria, sí, pero después de veinte largos todavía no la encontró. Me tiemblan las piernas y los brazos. Qué rico el olor a cloro, los dedos arrugados. Volver a nadar, casi tres décadas después de haber sido esa que competía en el glorioso club oriverde de mi pueblo.
Nadar es volver a nacer. Los preparativos no son menores: la malla, las antiparras, la gorra para el pelo, las ojotas, la toalla: ni gruesa ni finita, ni enorme ni pequeña. El bolso justo, el tiempo medido. No hay coquetería alguna: todo es eficiencia. Una hora para hacer treinta, cuarenta largos. Crowl, pecho, espalda. Nunca logré nadar mariposa; me parecía bello de ver pero artificioso de lograr. Nadar es volver a nacer. El agua que te sostiene, el cuerpo que se va deslizando. El cuerpo que se enfría, se conforma, se endurece. Resiste.
La vecina de andarivel me dice algo. Cuando nado, no sé hablar. Los sonidos bajo el agua son como el lento bostezar de un león. Todo es verdoso, azulado. Me concentro en mover los brazos, las piernas, en ajustar la respiración. ¿En qué momento podré pensar en otra cosa mientras nado? ¿Encontraré acá el final de mi novela, un cuento nuevo, algo que me lleve o se parezca a un estado de epifanía? Es como poder escuchar música una vez que se aprendió a manejar. La vecina me espera al final del largo, insiste: algo sobre la temperatura del agua, o la calidad del profesor. Le digo que sí con la cabeza para que me deje en paz. Vuelvo a sumergirme, intento hacer un largo completo bajo el agua, estiro los brazos inútilmente, me ahogo sin remedio. Tengo que salir.
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Están los que nadan en forma contenida, con apenas una patadita exánime y unas brazadas blandas, un estilo que rinde para hacer largos y largos. Suelen ser los más constantes porque ellos saben ahorrar sus fuerzas. Pero me aburro de sólo mirarlos. Pero también están los que nadan como asesinos: pura potencia y adrenalina, patadas olímpicas que salpican todo alrededor, brazadas que entran como hachas en un tronco viejo. Una euforia que no se sostiene y todo se va deshilachando al final. Como un amor de verano. Apenas terminan un largo pero están tan satisfechos con su cansancio que cómo despreciarlos.
Están los que nadan bravos y están los que apenas se entregan.
Y está Marina. Ah, claro, con ese nombre. Ver nadar a Marina es amar. Ella tiene caderas anchas y brazos largos. Se tira a la pileta -sería más justo decir que entra ligera al agua, sin salpicaduras, el cuerpo se abre paso amorosamente- y el agua se enamora, la deja pasar, la sostiene, el agua es como un extenso foulard de seda verde que se enreda entre sus piernas, se desliza alrededor de su cuello. Ella va y viene, va y viene. Habla con el agua. Pregunta y el agua le responde. Van y vienen juntas. Se hamacan. La patada firme pero amorosa, la brazada elegante sobre su cabeza. Marina creció en Francia; ¿será esa extranjería responsable de esa danza acompasada en la pileta olímpica, un hablar en otro idioma que sólo Marina y el agua reconocen?
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Hay otros nadadores en esta rutina. Está el hombre que me mira, insistente, tratando de saber si ya reparé en su espalda trabajada. Están los adolescentes nerviosos que nadan sin ton ni son, un poco a la bartola y alborotan la calma húmeda de la tarde. Está el profesor que insiste: el cuerpo tiene memoria. El cuerpo que se entiende, a paso lento, con el elemento diferente. Volver a tirarme de cabeza, el planchazo, la furia. El agua.
Cuando pienso en nadar recuerdo ese cuento de John Cheever donde un nadador decide volver a su casa a través de un camino imaginario: va metiéndose en todas las piletas que encuentra. Las de todos sus vecinos, las de todo el barrio. De alguna manera, las de todo el mundo. Se mete en otras aguas, en otras vidas y lentamente se va alejando de sí mismo: pierde su casa, sus hijas, su mujer. Ya no es él. El agua lo lleva. Volver es imposible. Miro a todos los nadadores que en este momento se sumergen: el hombre, los adolescentes, Marina, el profesor. Y pienso que, como el nadador de Cheever, terminamos siendo otros cuando insistimos en nadar.
Nadar es nacer de nuevo. En otra vida.