AÑO 18

NUMERO 61629

Opinión

Año: 1

Número: 27

Conversación, opinión pública y ciudad nuestra. Edgardo Ferrero

En el siglo XVII dominar el arte de la conversación era regla obligada de mundanidad. La charla inteligente en los ámbitos apropiados fue una regla de oro que formaba parte de la transición entre la corte y la ciudad.  La charla en aquellos tiempos era tanto una fiesta como un ejercicio espiritual que alimentaba  tanto la mordacidad como la ironía política.

Fue en el siglo siguiente cuando la conversación adquirió una importancia fundamental, porque fueron apareciendo los lugares que dieron surgimiento a la "opinión pública". Clubs, pubs, cafés, salones, "casas de refrigerio" proporcionaron los climas donde la urbanidad alternaba con un nuevo valor, el de la civilidad.  Los asuntos públicos pasaban del círculo cerrado de los cortes a ser discutidos y criticados en estos sitios sin diferencias de rango, democráticamente.

La conversación como forma fundamental de la comunicación es esencial para la vida. La conversación es tan inconsciente que solo nos percatamos de su importancia cuando infringimos sus reglas. Regla de "cantidad" que dictamina no hablar más de lo requerido, la de "calidad"que nos impone ser veraces, la de "modalidad" que exige no ser ambiguos,  el complejo mecanismo de los "turnos" para tomar la palabra, la gestualidad involucrada, las funciones sociales que cumple,  su poder de dominación,  etc.

Hoy en día la televisión acapara una parte considerable de nuestro tiempo libre y en ella vemos cantidad de programas que incluyen  la conversación como formato: entrevistas, paneles, programas de chismes, charlas de todo tipo, llamadas telefónicas, que imponen la necesidad extrema de alguien que hable o de alguien que escuche. Hay, sin embargo, en los medios, toda una tendencia a la degradación de la conversación que tiene sus señales más fuertes en la grosería, el insulto, la agresión verbal y fundamentalmente en la ignorancia. Hablar sin saber, hablar por hablar parece ser una adicción de todos los que tienen la posibilidad de acceder a una radio, un canal de televisión o un periódico.

La gente escucha y siente como lentamente se degenera la "opinión pública" que tanto se cuidaba en el siglo XVIII como requisito fundacional de la democracia. "Generaciones hubo más dignas que la nuestra", diría Leopoldo Marechal, y es cierto,  ya que vemos como se pierde el privilegio de la voz, la inteligencia de cada encuentro, la confidencia o el consejo discreto, entre los dientes de la procacidad y el embrutecimiento sin intentar nada. Un locutor que grita idioteces por la radio es un hecho patético que vivimos a diario en nuestra ciudad.

Sorda por la "música" estridente que reina en todas partes y relegada por el reinado de la televisión, la conversación resiste entre nosotros, en el hábito de tomarse un café, de cuidar la buena vecindad, practicar la amistad y proteger las confidencias.

En esta querida ciudad donde no han llegado (todavía) los enemigos mortales de la charla (superpoblación, aislamiento y soledad) y por ende de la importantísima "opinión pública", debemos estar alertas, muy despiertos, porque sepan ustedes, amigos esperancinos, que la conversación es un bien escaso, un don valorable, de consideración hacia el otro y que ayuda en grado sumo a la supervivencia. Dejarla tirada en la calle o al cuidado de los cultores de la anticonversacion  (que acá tenemos varios) , de los que creen que hablar consiste solamente en la hilación de estereotipos, repeticiones, sonidos huecos y "ruidos" es realmente comprometer el futuro de la opinión pública.

Pensar que algunos pretenden ser formadores de opinión. Y lo peor es que lo repiten como loros acá en la ciudad incontaminada. Hagamos un llamado al sentido del ridículo de quienes pretenden suplantar con sus gritos a las charlas de café, las reuniones de vecinos y encuentros en los clubes de barrio que son una muestra apenas de los lugares apropiados para darle vida al espíritu ciudadano. Lo otro es puro ruido y furia  -como repetía en sus novelas William Faulkner-, furia y ruido como el relato de un loco.
 
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