AÑO 18

NUMERO 61629

Cartas de lectores

Año: 12

Número: 564

CARTA A LOS QUE LARGAN SU PERRO A DEFECAR EN EL JARDÍN DEL VECINO.

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Estimado vecino, a usted le digo. El que viene con cara de naipe y se hace el sota mientras su perrito, lindo ejemplar, hace su caquita en mi jardín.

Noches enteras he pasado devanándome los sesos: no soy de las personas que van y pegan un grito o escupen una amenaza o asustan con una mirada bien puesta. No. Cuando pasa algo así -algo así como que el perrito venga y todos los días, día por medio pongamos, haga su caquita en mi jardín-, me paralizo. Soy de las personas que suponen que lo obvio no debe ser explicado y, por lo tanto, se quedan con la obviedad en la mano, sin saber muy bien qué hacer con ella.

El otro día lo vi. Yo estaba divagando detrás de la ventana y llegó usted, su camisa a cuadros, su pantalón que alguna vez fue de vestir. El perrito husmeó las bases de los dos árboles, eligió uno, levantó la patita, marcó el terreno. Yo sabía lo que venía, lo sabía fehacientemente: estaba siendo partícipe del más violento de mis déjà vu. Quedé dura, estupefacta. El perrito se puso en posición, fijó la mirada y usted, como quien no quiere la cosa, también la fijó: en el coche que pasaba, en la vereda de enfrente, en el picaflor que deambulaba como despistado. Después volvió a hacer foco en la escena y vio que el crimen ya estaba consumado. Yo seguía allí, ahogado mi grito por el bendito manto de obviedad. Nada más violento que tener que explicar lo obvio.

Entonces siguió su paseo por el barrio. Siguió, quizá, llenando de caquitas los jardines ajenos. O a lo mejor no, pensé luego: quizá se trataba de una elección, quizá pensó qué lindo ese jardincito, vamos a adoptarlo, que sea de aquí en más el inodoro canino, el trono selecto en el que el perrito se sienta cómodo para ir y hacer.
Se acuerda, señor vecino, de aquella vez que encontró una bolsita colgada del árbol y una pala al pie. Fue -pensaba yo entonces- la mayor intervención de la que me creía capaz. Una manera no tan violenta para mí de explicar lo obvio: como quien regala un desodorante.

Cuando pasó lo que pasó -la nada, la nada misma- lloré. Se lo confieso, vecino. Lloré lágrimas de sangre al salir a la vereda y ver esa enorme torta decorada de moscas -y la bolsita y la palita y la madre que las parió. Sentí que ya nada en esta vida tenía sentido. Pensé en vaciar mis pulmones con un grito de furia, secarme las lágrimas con el revés de la mano y pintarme la cara cual soldado camuflado. Pensé tanto, vea.

Un día bajaba yo del taxi -las bolsas de súper, un par de niños, la cartera, evitar el agua del cordón sin perder la sandalia en el camino- y ahí lo vi. Su mirada se clavó en mis ojos y mi sonrisa se instaló en mi cara. Sentí un camión de brasas en cada mejilla. Era obvio -una vez más-: algo había que decir. Los chicos miraban -y cuando los chicos miran uno está bajo la lupa de un jurado implacable.

- Claro. Total después limpio yo.

Largué. Fue una reacción modesta, moderada, ínfima en relación a la catarata de improperios que recorrían mis venas como una tromba. Una reaccioncita.

Y entonces pasó. Usted apartó la vista, hizo un paso, hizo otro, después otro, y se fue alejando despacito con su perro y su correa. Dejó allí, esplendorosa, su torta de caquita. A mí se me ocurrieron un par de metáforas.
 
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